Cada 8 de diciembre la mayoría de las familias católicas del mundo arman el arbolito de navidad. Uno de los momentos del año mas esperados en nuestra infancia, y también de adultos porque disfrutamos de la ilusión de los chicos que nos devuelven esa inocencia perdida. Al haberme criado en el campo, en Laguna de los Padres, siempre me llamó la atención porque armábamos sobre la salamandra un pino de plástico y no un eucalipto como los que teníamos en el monte de casa. Y encima al pinito articulado con sus ramitas de alambre, que iban perdiendo cuerpo año tras año porque las tiritas verdes se iban cayendo, lo rodeábamos con unas cintas que simulaban nieve, cuando en diciembre hacia un calor insoportable. Ni hablar de ese Papá Noel abrigadísimo, que colgaba junto a los globos multicolores, estrellas, bastones y guirnaldas con forma de regalos. El único que me parecía que encajaba en esa escena que contemplaba todos los días, era el angelito cachetón de plástico con sus alas extendidas que tenía puesto, en mi imaginación, solo un pañal.
En las películas veía que los pinos de navidad estaban junto a unos hogares a leña encendidos que eran increíbles, mientras se veía a través de la ventana de esas casas soñadas como nevaba. Los chicos jugaban con trineos, con la nieve armaban muñecos, hacían guerras con esas bolas que se deshacían al pegarles en las camperas. Eran tan felices. Los envidiaba, porque acá no había nieve. Y si en mi casa prendíamos la salamandra, el árbol y sus guirnaldas se derretirían, y nosotros íbamos a transpirar como Papá Noel un 24 de diciembre a la noche mientras reparte los regalos cuando pasa por Buenos Aires. Para la cabeza de un nene, los rituales de nuestras navidades eran y siguen siendo contradictorios.
De chicos la imaginación responde a preguntas difíciles de contestar, porque no existe un solo argumento para esas preguntas. Los padres saben muy bien a que me refiero. Pero la del pino nevado en el verano nunca me cerró. Igual no le di mucha importancia mientras las mañanas de los 25 al pie del árbol apareciesen los regalos. Pasaron los años, las adolescencia impone otros temas, y el del pinito me pareció intrascendente. De grande la curiosidad me hizo cosquillas otras vez, entonces empecé a averiguar. Leyendo sobre el origen del árbol de navidad, me llamó la atención que existan tantas versiones sobre el comienzo de la tradición, como respuestas improvisadas de padres ante el interrogatorio de niños voraces de certezas.
Algunas de esas historias coinciden en el inicio, nos llevan a la Alemania del siglo ocho. Cuentan que por entonces los druidas, que eran sacerdotes o profetas que se conectaban con la naturaleza, discutían sobre el valor sagrado del roble con un evangelizador inglés, San Bonifacio, que andaba por el norte de Europa convirtiendo a los paganos.
En esa zona Bonifacio observó cómo celebraban el nacimiento del dios Sol adornando un árbol perenne cerca de la fecha de la navidad cristiana. Para los paganos simbolizaba al árbol del Universo o la vida, habitado por los dioses nórdicos. Entonces Bonifacio habría agarrado un hacha, cortó uno de esos árboles consagrado al dios Thor, y plantó un pino para representar al amor de Dios. Lo adornó con manzanas, recordando el pecado original y las tentaciones a las que estamos expuestos, y agregó velas que encarnaban la luz de Jesucristo que ilumina al mundo. Hoy los globos rojos de plástico reemplazaron a las manzanas, y las lucecitas artificiales a las velas. Hay una versión aún más polémica sobre Bonifacio. Dicen que directamente talo una gran cantidad de robles, y dejó en pie solo un abeto, al que empezaron a venerar como el abeto del niño Jesús.
Pero mi leyenda favorita, gentileza de los amigos de Estonia, ubica el origen del árbol de navidad en éste frío territorio del norte europeo allá por 1441. Parece que había un árbol en la plaza principal del poblado de Tallín, y que un comerciante soltero acompañado de risueñas señoritas empezaron a bailar alrededor del árbol. No aclara la leyenda si habían consumido algún tipo de bebida espirituosa, pero sí que terminaron prendiéndolo fuego. Ésta versión pirómana, encendió no otros árboles sino la costumbre adaptada por los cristianos de iluminar abetos para la fecha de navidad.
En algunas regiones de Bélgica la quema de los árboles de navidad se ha convertido en un atractivo turístico. El segundo sábado de enero de cada año se prenden fuego en determinados espacios públicos, para evitar incendios colectivos a gran escala.
Incorporarías ésta tradición? Qué sentís que estarías quemando mientras arde el árbol? Pensá tranqui, falta para avivar las llamas…
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