El desgarro encontró su canto en el de ella. Cuando nació la nombraron María Isabel Anita Carmen de Jesús Vargas Lizano. Cuando tuvo edad y voz para decidirlo se puso Chavela Vargas. La infancia en su Costa Rica natal fue difícil. A los pocos meses de vida los padres creyeron que había nacido ciega y dicen que fue un chamán el que la curó. A los 4 años la poliomielitis se metió en su cuerpo y fue otra vez el chamán el que la salvó.

Su relación con las creencias de los pueblos originarios de Centroamérica echó raíces en su corazón, que crecieron y se fortalecieron a medida que la iglesia católica de los años 20 no la recibía como esperaba. A los 7 años María Isabel llegó con sus pantalones largos a misa, delante de todos el cura le pidió que se retirara y la trató de marimacho. Para entonces sus padres, católicos conservadores, estaban avergonzados de su hija. Decidieron que fuese a vivir a la casa de un tío, la abandonaron. Trabajó en el campo cosechando naranjas.

La adolescencia la encontró en sueños de fama. Veía las películas mejicanas y se imaginaba protagonista de una de esas historias tan negadas en la suya. Entonces, a los 17 años, se fue de Costa Rica. México no era ese lugar soñado. Como si fuese una telenovela, empezó a trabajar de sirvienta en la residencia de una familia rica. Fue gracias a la influencia del dueño de casa, que consiguió cantar en la Lotería Nacional.

Una noche mientras actuaba en un cabaret de Acapulco, un norteamericano se sorprendió al escucharla áspera y desconsolada. Le propuso ir a Nueva York. A su regreso viajó a ciudad de Méjico, y comenzó ese camino que recreaba mientras arrancaba naranjas allá en su difusa Costa Rica. Fue por entonces que un pequeño accidente marcaría su identidad visual, que se despojó del reseco capullo artístico que vestía a las cantantes de rancheras, para salir volando como esa mariposa herida que era. Durante una presentación los tacos de sus zapatos la traicionaron en las escaleras del escenario y se cayó. Dejó el maquillaje, se cortó el pelo, comenzó a usar el tradicional jorongo mexicano, una vestimenta rural similar al poncho argentino, cubrió sus piernas con pantalones de manta y calzó huaraches. Frente al público parecía uno de esos chamanes que la habían curado de chica. Esa autenticidad llamativa en los escenarios de los años 40 hizo ruido. Rompió con todos los estereotipos. 

Conoció al cantante y compositor mejicano José Alfredo Jimenez, referente de la música ranchera. Empezó a interpretar sus canciones y sintió el sacudón de la popularidad como un sorbo de tequila puro, largo y explosivo en el paladar.

La vida de Chavela es un sin fin de anécdotas. Se relacionó con los artistas latinoamericanos más destacados de su época. Llegó a vivir en la casa del muralista Diego Rivera y Frida Kahlo, y algunos creen que hasta tuvo un romance con la pintora mejicana. Sí, Chavela era lesbiana, alcohólica, transgresora, talentosa. Una mujer así no pasaba desapercibida a mediados del siglo 20. Como artista convivió con el rechazo de lo más conservador de la sociedad mejicana. Pero que le importaba, si ella había nacido rechazada. Fue la voz de los rechazados de su tiempo. Entre tequilas, amoríos prohibidos, y escenarios, la voz del desgarro consoló a los desgarrados. La tristeza de un deseo desesperado es eterna en la voz de Chavela Vargas.