Claude Monet, uno de los creadores del movimiento impresionista, de grande tuvo cataratas y dejó de usar colores azules y violetas. Vincent Van Gogh, rebelde post impresionista, pudo haber sido daltónico y al final del recorrido veía en tonos amarillentos. Mientras Monet usaba colores mas realistas en sus paisajes, Van Gogh utilizaba colores llamativos para expresar emociones. Siempre preferí al loquito que, dicen, se cortó la oreja.
La primera vez que vi sus obras fue en el otoño de 2005, cuando visité el Museo de Orsay en París, Francia. Un edificio que funcionó como estación de trenes junto al río Sena, y que en su interior luce un gigantesco reloj dorado que te observa como el ojo de un cíclope. El de Orsay es conocido internacionalmente como el museo de los impresionistas.
Frente a los cuadros que parecían vivos desde que fueron creados durante la segunda mitad del siglo XIX, sentí a primera vista que el arte es emoción. Quienes no entendemos sobre la historia del arte, solemos cometer el error de cohibirnos y por lo tanto no nos abrimos a la posibilidad de entregarnos a la propuesta del artista. Consideramos que somos ignorantes y hasta puede que nos aburra el plan, y caminamos como zombies entre las galerías para dejar a la conciencia tranquila de que fuimos a visitar tal obra en tal museo, porque así manda el itinerario turístico.
Ese día aprendí mucho de los impresionistas, o eso creí, gracias a las reseñas de la guía impresa que me acompañó durante mis visitas a los museos de París. Sin embargo el libro nada decía sobre los problemas visuales que habrían tenido Monet y Van Gogh, y que también padecieron otros genios de la época como Degas, quien sufrió una degeneración macular que le nublaba la vista. En el caso del holandés Van Gogh, esas dificultades fueron descubiertas por investigadores del siglo XXI, que analizaron sus pinturas y biografía.
Los girasoles son amarillos, pero los que pintó Van Gogh, son de un amarillo único. Al igual que el amarillo de su Campo de trigo con segador y sol, o La casa amarilla. Durante los últimos años de su vida sufrió serias complicaciones visuales, una de ellas como consecuencia de un tratamiento médico durante su internación en el hospital de Arlés, que lo llevó a ver en tonos amarillentos.
Otra manifestación patológica se descubre en su famoso cuadro La noche estrellada. Los oftalmólogos explican que la intensidad del color amarillo dentro de los círculos de luz, aparece por una enfermedad que provoca un oscurecimiento de la córnea, que le hacía ver halos circulares alrededor de los puntos de luz. Dicen que Van Gogh estaba intoxicado por el plomo de las pinturas que usaba o por tomar absenta, una bebida capaz de provocar alucinaciones.
El escritor argentino Jorge Luis Borges se quedó ciego a los 55 años. Sobre su ceguera dijo: “Hay un color que no me ha sido infiel, el color amarillo.” A Van Gogh el amarillo tampoco le fue infiel.
Desde que me enteré del amarillo Borges y el amarillo Van Gogh, busco mi propio tono. A veces, de día, a la intemperie, me gusta cerrar los ojos. Inspiro, levanto la frente, exploro lentamente la mágica ceguera teñida de un amarillo borgeano que se filtra a través de los párpados, y busco al sol como los girasoles sintiendo las intensas pinceladas que Van Gogh va dando, mientras clavo mis ojos ciegos contra el destello de éste amarillo personal.
Esa conexión puede ser emocionante. Es tan simple, cerras los ojos y te dejas llevar, como cuando estás frente a una obra artística y tomas conciencia de que no necesitas entenderla, porque el significado está en esa vibración, amarilla.
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